13 de agosto de 2012

Esos malditos zulúes

Cuentan los mayores que hubo un tiempo, buenos tiempos, en el que los veranos eran terrazas sin empedrar, con enormes sillas de forja que suavizaban su rigidez entre cojines y respaldos, humo de tabaco y chinas dosificadas en papelillos, música de grupos españoles autoeditados sin pretensiones, noches de calor sofocante refrescadas con la humedad de las plantas regadas al anochecer.

Cuentan estos mayores con nostalgia que aquellos tiempos de movidas madrileñas y ‘Bienvenidos’ eran divertidos y auténticos, no como los actuales en los que lo moderno se confunde con lo auténtico, y lo primero siempre es más caro sin identificarse necesariamente lo segundo. Y lo cuentan arrugando los ojos, apurando un Ducados (o un Ducados Rubio, los traidores conversos) y dando un largo trago a un brebaje traslúcido semiespumoso, en el que flota media rodaja de limón, mientras el vaso que lo contiene exuda rocío nocturno.

"Trae pacá, coño"

He de reconocer que nunca he sido muy de gin tonics ni de bebidas espirituosas aromatizadas. Ni vodka, ni aguardientes, ni mucho menos ginebra. Aún me estremezco cuando recuerdo, hace tantos años, una borrachera basada en gintonics de una ginebra de marca desconocida para mí, pero “de toda confianza” para el tabernero. “La segunda marca de Larios, que es ginebra de la buena, de fiar, de aquí. Como el segoviano, el whisky DYC, que es el mejor whisky del mundo. No como las mierdas esas que nos traen a España, que son los rescoldos del fondo del barril, y eso sí que es malo. Tú fíate de mí, chaval, que sé lo que me digo, que con esta ginebra no se te va a derretir el cerebro”.

No me hubieran hecho falta tantas explicaciones, sólo por el precio ya la hubiera pedido de todas formas. Era joven. Y estúpido. Y tenía sed . Pero no dinero. Y quería probar cosas nuevas. Y tampoco conocía aquél latinajo de “Excusatio non petita…”. Creo que aquella ginebra se llamaba “El Consorcio” o algo así.


Tras una convalecencia de dos días, en cuanto me pude mover decidí ir al bar donde me habían servido aquél maldito líquido de frenos, aromatizado con las hierbas que crecen a los pies de los árboles de las aceras, esas que aguantan hasta las meadas de los perros, y lancé un par de piedras a la fachada, jurando por la Reina Madre que jamás volvería a beber ginebra ni a hacer caso a ninguno de estos “mayores”. Hecho lo cual, regresé a mi casa como pude, convertida en eventual clínica de desintoxicación, a continuar con el tratamiento de aspirinas y agua de arroz contra la diarrea.

He mantenido esta promesa durante varios lustros, cambiando de bando en la eterna batalla “Bebedores de Whisky – Bebedores de Ron”, similar a la épica “Vampiros Vs. Licántropos”, renunciando a la cerveza en favor del tinto con limón, e incluso, en los últimos meses, renunciando al humo del tabaco por evitar los pitos pulmonares nocturnos. Sí, esos que suenan como señores pequeñitos pidiendo auxilio desde lo más profundo de mi caja torácica (socorooooo, auxiliooooooo, sacadnos de aquiiiiiiiii) y a los que sólo se les calla con un fuerte y profundo carraspeo desde el fondo de los pulmones.

Volviendo al asunto que nos ocupa, la tentación de volver a las andadas haciendo experimentos alcohólicos nunca ha sido lo suficientemente fuerte como para volver a sucumbir, al menos con este combinado. Porque en eso consisten las tentaciones: caer irremediablemente en ellas suponiendo que el beneficio compensará el perjuicio, corriendo el riesgo de que quizá no será así.

Pero hace unos días cayó en mis manos un magnífico artículo de Pablo Martínez Zarracina, en el que, con tremendo estilo y clase, se habla del esnobismo imperante en Bilbao sobre esa humilde bebida, artículo que ha convulsionado los mentideros de las redes, y en el que se cuestiona el excesivo barroquismo decadente con el que se adorna este cóctel. Transcribo literalmente el último párrafo, que no tiene desperdicio; de lo mejor que he leído últimamente:

Todo es un pequeño despropósito. Sobre todo cuando hablamos de un trago viejo, noble y humilde. Cualquiera que haya visto a un inglés de cierta edad prepararse un ‘gin and tonic’ sabe que no hay lugar para tanta pose. La receta clásica sería algo así. Se coge un vaso cualquiera y se le quita el polvo, o no. Si encuentras algo parecido a hielo en algún lado, se echa una piedra. Ginebra a discreción. Tónica, un poco, cualquiera, si hay abierta, tampoco es imprescindible. Rodaja gruesa de limón y golpecito con el dedo o con el cuchillo que ha cortado el limón (en su libro ‘On Drink’ Kingsley Amis permite que las mujeres y los niños utilicen un cuchillo limpio). A continuación, todo para adentro. Y Dios salve a la Reina. Y que vengan esos malditos zulúes si se atreven, soldado Owen.



Uno no puede controlar siempre su realidad circundante. Es más, soy de la firme creencia que intentar hacerlo y/o mantener el tipo siempre y en todo momento tiene más de inseguridad y sosería que de madurez emocional, aunque este es otro asunto. Con estos antecedentes, en fin, y con el recuerdo ya lejano de aquél anticongelante embotellado que casi partió en dos mi joven e inexperto hígado, situémonos un viernes noche de agosto en el que sufrimos las consecuencias de una ola de calor que ha asado a fuego lento España entera, torrando especialmente el sur. Tras disfrutar de un magnífico concierto de Goran Bregovic en el que bailé como un demonio, cualquier tentación me parecía aceptable. Incluso la de sucumbir a las poses y oropeles forzados del cóctel que siempre ha quedado fuera de mi definición de “cubata”.

En mi ignorancia, y cargado de curiosidad, me dejo asesorar por el camarero, que me presenta a unos tales Brockmans con tónica 17/24, acompañado de media rodaja de pomelo. No conozco ni a Brockmans, ni a su amiga 17/24, ni sé si me caerán bien, y no estoy muy seguro del resultado final ni de si la combinación explotará en mi estómago, convulsionando mis interiores en honor a aquellos recuerdos atávicos latentes que tantos años de ron dulzón han enterrado. Pero ya que he llegado hasta aquí no me voy a quedar por el camino que he elegido. Avanti con tutto.

Ahí vamos, con un par. Parafraseando a Martínez Zarracina, observando con desprecio a esos modernillos que derriten el hielo sujetando su copa de balón con la palma. Para dentro todo, de un buen trago. Y si hay que escupir el pomelo, se escupe. Y, joder, con uno de los cubitos de hielo que me han puesto en el vaso se chocó el Titanic. Y, vaya, sabe raro pero me gusta, aunque tenga que masticar trozos de pomelo a cada trago. Y después de medio vaso, paladeando este extraño sabor indefinible, me viene a la mente el pensamiento de que en este momento pueden venir Napoleón y sus gabachos si tienen cojones, que yo de aquí no me muevo sin beberme otro. Y que viva La Pepa y las Cortes de Cádiz.
¡¡Ahí vamos, sin miedo!! 

Envalentonarse siempre es un error. Recurrir a recursos literarios patrios, un golpe bajo al lector. Perderle el miedo al enemigo es otro. Que las ostias llegan cuando te confías de donde menos te lo esperas, quizá es el consejo más importante.

Antes de continuar con esta narración, quizá deba pararme a aclarar ciertas consideraciones a vuelapluma acerca del pepino:
- ODIO el pepino
- Me encantan las verduras, hortalizas, cereales, frutas y todo lo vegetal en general, pero ODIO el pepino
- El gazpacho me lo bebo si no pienso que uno de sus ingredientes es esa espantosa hortaliza. En cuanto lo recuerdo, mis intestinos burbujean
- Prefiero masticar cristales rotos antes que comer una ensalada de pepino
- Mi lema vital es: “contra el pepino, tolerancia cero
- El pepino es mi kriptonita

Dicho esto, queda clara mi opinión respecto a esta honrosa hortaliza, contra la que no tengo nada, pero que no soporto. Un poco como lo que siento hacia Sánchez Dragó. O hacia Javier Bardem. O hacia Alejandro Sanz. Necesarios, respetables, trabajadores, dignos, honrados, pero que no forman parte de mis preferencias. Más bien de mis antipatías. Y además, seguro que se comen los pepinos a bocados. Por eso, y otras cosas, prefiero ignorarlos. A los pepinos también.

Pero claro, como ya he dicho, las tentaciones es lo que tienen: puede que no te agraden. ¿Y quién dijo miedo? Vamos a por el segundo.
La amargura hecha bebida. Entre los hielos se esconde el culpable de mi injusto malestar

A imagen y semejanza de la “Muerte por chocolate” para los románticos empedernidos (delicioso postre que recomiendo degustar sólo si los niveles de glucosa son normales), la ginebra Hendrick’s, con tónica Fever Tree y rodajas de pepino a discreción, es una oda a la amargura, la bebida ideal para los compositores de fados, tangos y saetas. Estoy seguro que Jane Austen se tomaba este combinado por garrafas mientras escribía sus lacrimógenas novelas ente sollozos, y que la locura de Lovecraft escribiendo “Los mitos de Cthulhu” le llegó en una indigestión tras la euforia coctelera de este trago con ginebra, tónica y, sobre todo, pepino.


Al menos he podido confirmar de nuevo que la diferencia está en los detalles y que quizá, aun con peor cara que el Fary comiendo limones, hubiera podido trasegar con este combinado. Pero el efecto del pepino en mis delicados órganos sensoriales es lo que tiene, que me mete en el paladar, en las fosas nasales, en el cerebro, y ya todo me sabe a lo mismo, por mucho que lo intente remediar, por ejemplo, solicitándole al extrañado camarero concentrado de limón, o exprimiendo pomelo a lo bruto sobre el vaso, como medidas desesperadas, murmurando maldiciones al dios de los cubatas y a su séquito de acólitos pijos.

En definitiva, el experimento llegó a su fin de forma abrupta por intoxicación con hortaliza curcubitácea,  acompañado de agosticidad, nocturnidad y descenso en los niveles mínimos de canalleo para aguantar el tipo a esas horas. Actualmente ignoro cuál es el sabor y la textura de la ginebra y la tónica elegidas, y cada vez que intento recordarlo mi boca se llena de saliva amarga y mi sistema digestivo reacciona intentando expulsar el contenido del estómago, así que dudo que lo averigüe próximamente.

Sirva en mi descargo que las ensaladas de verduras no solían entrar en mis preferencias a la hora de tomar una copa. Me conformo con un ron dulzón (preferiblemente Captain Morgan Old Spiced) con Limón&Nada (ese que no tiene nada más que limón, azúcar, aromas, ácido ascórbico y betacaroteno como colorante) con trocitos de cítrico, aunque no es imprescindible. Vale, es una mariconada, pero a mí me gusta. Blandito que es uno.

Y es que esos mayores a los que me refería a principio tienen razón cuando echan de menos aquellos tiempos en los que los veranos eran veranos y no “escapadas”, se torraban durante el día para lucir brillos por la noche, y hasta el agua de los floreros eran fuentes de esencias marinadas donde aliviar aquella sed incansable. Supongo también que deben estar hechos de otra pasta, sin duda más fuerte y resistente que la mía, si son capaces de aguantar a sus años la ingesta continuada del clásico Larios con Kas (“Nuestra tónica”, decía Luis del Olmo, ¿recordais?) sin más hierbas para aromatizar que las que aliñan el tabaco.

Y les doy la razón sin paliativos si al leer esta entrada, alguno de ellos masculla: “No valéis paná”. Para los gintonics, yo, desde luego, no.

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